Dopamina I

Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una Luna blanca y serena en mitad de un cielo azul, luminoso.

Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

La medianoche tocaba a su punto. La Luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito, un grito leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.

En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras e imposibles penetraba en los jardines.

-¡Una mujer, desconocida!… ¡En este sitio!… ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su segui­miento, rápido como una saeta.

 

Llegó al punto en que había visto perderse, entre la espesura de las ramas, a la mujer miste­riosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruza­dos troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.

-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de yedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó, rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas, hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo… ¡Nadie!-. ¡Ah!… por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y roza en los arbustos -y corría y corría como un loco, de aquí para allá, y no la veía-. Pero siguen sonando sus pisadas -mur­muró otra vez-; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado…El viento, que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda: va por ahí, ha hablado…, ha hablado… ¡En que idioma ? No sé; pero es una lengua extranjera…

La noche estaba serena y hermosa; la Luna bri­llaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas colum­nas de sus arcadas… Estaba desierto.

Salió, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer, el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha visto desparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verda­dera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una car­cajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible…

 

El rayo de Luna

Gustavo Adolfo Bécquer

 

Fotos:

Rafael Ferrando Torres

Miguel Carrasco Madrazo