TÚ CREES QUE HAY DOS MUNDOS PARA TI, DOS CAMINOS, PERO SÓLO EXISTE UNO

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Es uno entre cantidades de caminos. Por lo tanto debes tener siempre en mente que un camino no es más que un camino. Si encuentras que no debe seguirlo, no debes permanecer en él bajo ninguna circunstancia. Para tener una claridad de estas, es  necesario llevar una vida disciplinada. Sólo entonces sabrás que un camino no pasa de ser un camino y no hay afrenta ni para sí mismo ni para los otros cuando se deja, si esto es lo que tu corazón te dice. Pero tu decisión de continuar en el camino o dejarlo debe estar exenta de miedo y de ambición. Yo te prevengo. Mira bien cada camino y con intención. Experiméntalo cuantas veces consideres necesario.

Después pregúntate a ti mismo una cosa. Esta pregunta es una que sólo los hombres muy viejos se hacen. Cierta vez mi benefactor me contó algo al respecto, pero mi sangre era demasiado fuerte para poder comprenderla. Ahora yo la entiendo. Te diré cuál es: ¿ese camino tiene corazón? Todos los caminos son los mismos, no conducen a ningún lugar. Son caminos que atraviesan el matorral o que entran en él. En mi vida puedo decir que ya pasé por caminos largos, largos, pero no estoy en ninguna parte. La pregunta de mi benefactor ahora tiene un significado. ¿Este camino tiene corazón? Si tiene, el camino es bueno, si no, de nada sirve. Ninguno de los caminos conducen a alguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno torna el viaje alegre, mientras lo sigas serás uno con él. El otro hará maldecir tu vida. Uno te torna fuerte, el otro te debilita.

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Tú crees que hay dos mundos para ti, dos caminos, pero sólo existe uno. El único mundo posible para ti es el mundo de los hombres, y no puedes elegir abandonarlo. Es un hombre. El protector, Mescalito, te mostró el mundo de la felicidad, donde no hay diferencia entre las cosas, porque allá no hay nadie que busque la diferencia. Pero este no es el mundo de los hombres. El protector te sacudió para fuera y te mostró cómo es que el hombre piensa y lucha. Este es el mundo del hombre. Y ser un hombre es estar condenado a este mundo. Tú tienes la presunción de creer que vives en dos mundos, pero esto sólo es vanidad. Sólo existe un único mundo para nosotros. Somos hombres y tenemos que seguir el mundo de los hombres satisfechos.

¿Cómo sabré con certeza si el camino tiene o no tiene corazón?

Cualquier persona sabe de esto. El problema es que nadie hace la pregunta, y cuando al final el hombre descubre que tomó un camino sin corazón, el camino está listo para matarlo. En este punto, muy pocos hombres logran parar para pensar y dejar el camino.

Un camino sin corazón nunca es agradable. Tiene que trabajarse mucho para seguirlo. Por otro lado, un camino con corazón resulta fácil, no cuesta tomarle el gusto.

El deseo de aprender no es ambición. Es nuestro destino como hombres querer saber. Querer el poder sí que es ambición. No dejes que la hierba del diablo te ciegue. Engatusa a los hombres y les da una sensación de poder. Ella los hace sentir que pueden hacer cosas que ningún hombre común puede hacer. Pero éste es su ardid. Y en seguida el camino sin corazón se vuelve contra los hombres y los destruye. No cuesta mucho morir, y buscar la muerte es no buscar nada.

 

Las enseñanzas de Don Juan

Carlos Castaneda

CON LAS BOTAS PUESTAS II

Suplicaba con los ojos quedarse allí. El conductor estaba perplejo. Sus compañeros hablaban de cómo a un perro se le podía partir el corazón al negársele el trabajo que le mató, y recordaban casos que habían conocido, en los que los perros, demasiado viejos para el trabajo o enfermos, habían preferido morir antes de que se les arrancara de las riendas. También consideraban que era un acto de piedad el que, ya que Dave iba a morir en todo caso, lo hiciera en las riendas, alegre y con el corazón gozoso. Así que le puso los arneses de nuevo y, orgullosamente, se puso a tirar como antes, aunque en más de una ocasión se le escapó un grito involuntario a consecuencia del dolor que le producía el mal que llevaba en las entrañas. Varias veces cayó y fue arrastrado a las riendas, y una vez el trineo se le vino encima, de modo que a partir de entonces quedó cojeando de una de las patas traseras. Pero continuó hasta que llegaron al campamento, donde su conductor le buscó un sitio junto al fuego. Por la mañana se encontraba demasiado débil para viajar. A la hora de aparejarse los arneses trató de arrastrarse hasta su conductor. A costa de grandes esfuerzos consiguió incorporarse, se tambaleó y cayó. Después se fue arrastrando lentamente hacia donde estaban poniendo los arneses a sus compañeros. Adelantaba las patas delanteras y levantaba su cuerpo con una especie de tirón, y luego volvía a adelantar las patas delanteras y daba otro tirón para ganar unos pocos de centímetros. Sus fuerzas le abandonaron, y la última vez que le vieron sus compañeros yacía jadeando en la nieve, mirando hacia ellos.

La llamada de la naturaleza

Jack London

CON LAS BOTAS PUESTAS I

Pero fue Dave el que sufrió más que todos. Algo  había pasado con él. Se hizo más taciturno e irritable, y tan pronto instalaban el campamento se hacía su nido, donde su conductor le llevaba la comida. Una vez desenganchado de sus arneses y postrado en el suelo no volvía a incorporarse hasta que llegaba la hora de aparejarle los arneses por la mañana. A veces, estando a las riendas recibía una brusca sacudida al pararse el trineo, o al esforzarse para arrancado, gritaba de dolor. El conductor lo examinó, pero no pudo encontrar nada. Algo malo tenía en su interior, pero no pudieron localizar ningún hueso roto, no consiguieron resolver nada.

Cuando llegaron a Cassiar Bar, estaba tan débil que se caía continuamente entre las riendas. El mestizo escocés hizo un alto y lo sacó del equipo, amarrando al siguiente perro, Sol-leks, al trineo. Su propósito era dejar descansar a Dave, permitiéndole que corriera libremente detrás del trineo. Enfermo como estaba, Dave tomó muy a mal que le apartaran, protestando y gruñendo mientras le desenganchaban las riendas, y luego se lamentó con el corazón roto al ver que Sol-leks ocupaba la posición en la que él había prestado sus servicios durante tanto tiempo. Porque el orgullo de las riendas y del camino era su orgullo, y aun enfermo de muerte no podía soportar que otro perro hiciera su trabajo.

Cuando el trineo arrancó, trastrabilló por la blanda nieve junto al camino trillado, atacando a Sol-leks con sus dientes, lanzándose sobre él y tratando de arrojado sobre la blanda nieve del otro lado, intentando meterse en sus riendas y colocarse entre él y el trineo, todo al tiempo gimiendo y ladrando y llorando de dolor y de pena. El mestizo trató de apartado con el látigo, pero él no hacía ni caso de los golpes del látigo, y el hombre no se sentía con fuerzas para castigado más duramente. Dave se negaba a correr tranquilamente por el camino detrás del trineo, donde el camino era fácil, sino que continuó trastabillándose por la suave nieve, por donde la marcha era más difícil, hasta que se agotó. Entonces cayó y allí permaneció aullando lúgubremente, mientras la larga fila de trineos se deslizaba junto a él.

Acudiendo al último reducto de sus faenas consiguió acercarse tras ellos, hasta que la fila se detuvo de nuevo, entonces llegó trastrabillando hasta llegar a su trineo, donde se detuvo junto a Sol-leks. El conductor hizo un alto, a fin de pedir fuego para su pipa al hombre que venía detrás. A continuación regresó y puso en marcha a sus perros. Estos se lanzaron por el camino sin esfuerzo alguno, volvieron la cabeza atónitos y se pararon llenos de sorpresa. También el conductor estaba sorprendido; el trineo no se había desplazado. Llamó a sus compañeros para que presenciaran el espectáculo. Dave había mordido con sus dientes las riendas de Sol-leks, y se hallaba justo enfrente del trineo, exactamente en su puesto.

 

La llamada de la naturaleza

Jack London

 

OH, ¡FELIZ AQUEL QUE TODAVÍA TIENE ESPERANZA DE EMERGER DE ESTE MAR DE CONFUSIÓN!

FAUSTO: Oh, ¡feliz aquel que todavía tiene esperanza de emerger de este mar de confusión! Lo que se necesita no se sabe, lo que se sabe no se puede usar. Pero no llenemos de pesar esta hora de hermoso bien. Mira cómo resplandecen esas chozas a la luz ardiente del atardecer, rodeadas de hierba. El sol se aleja y cede, pero el día sobrevive, pues aquél marcha hacia otro lugar donde animará nueva vida. ¡Cómo desearía que unas alas me elevaran del suelo y pudiera acercarme a él más y más! Entonces, en el fulgor perenne del ocaso, vería a mis pies al tranquilo mundo: encendidos los altos, serenos los valles y el arroyo de plata fluyendo en corriente dorada. Este vuelo, propio de dioses, no se vería impedido por el salvaje monte lleno de barrancos, y entonces, el mar, con sus tibias ensenadas, se abriría a mis ojos asombrados. Pero, finalmente, parece que el dios Sol se hunde, tan sólo sigue despierta el ansia.

Me apresuro para beber su luz eterna. Ante mí, el día, y tras de mí, la noche; sobre mí, el cielo, y abajo, el oleaje. Es un hermoso sueño, pero él se escapa. Ah, no es tan fácil que a las alas del alma se añadan otras del cuerpo. Sin embargo, en todos es innato que su sentir se eleve y adelante, cuando, perdida en el cielo azul, la alondra gorjea su canto, cuando el águila flota sobre las escarpadas cimas plagadas de pinos, y cuando, sobre las llanuras y los mares, la grulla va en busca de su patria.

Fausto

Goethe

La vulgaridad del pobre

Exceptuando a Cornelia Meurisse, con sus velos y sus rosarios, la enfermedad de Lucien no le pareció a nadie algo digno de interés. Los ricos piensan que la gente modesta, quizá porque su vida está enrarecida, privada del oxigeno del dinero y el don de gentes, siente las emociones humanas con una intensidad menor y una mayor indiferencia. Dado que éramos porteros, parecía darse por hecho que la muerte era para nosotros una evidencia en el curso de las cosas, mientras que, para aquellos a los que la fortuna había sonreído, habría revestido el hábito de la injusticia y el drama.

Un portero que se extingue es un ligero hueco en el transcurso de la vida cotidiana, una certeza biológica que no lleva aso­ciada ninguna tragedia y, para los propietarios que se cruzaban con él todos los días en la escalera o ante la portería, Lucien era una no existencia que volvía a una nada que nunca había abandonado, un animal que, porque vivía una semivida, sin fasto ni artificios, en el momento de la muerte sin duda debía experimentar sólo una semirrebelión. El hecho de que, como todo el mundo, pudiéramos vivir un infierno y que, con el co­razón encogido de rabia a medida que el sufrimiento arrasaba nuestra existencia, acabáramos de descompo­nernos, en el tumulto del temor y del horror que la muerte a todos inspira, no se le pasaba siquiera por la mente a nadie en aquel lugar.

La elegancia del erizo

Muriel Barbery

Había un aire de locura en aquella actividad; su contemplación producía una impresión de broma lúgubre II


 

Un sonido metálico a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Seis negros avanzaban en fila, ascendiendo con esfuerzo visible el sendero. Caminaban lentamente, el gesto erguido, balanceando pequeñas canastas llenas de tierra sobre las cabezas. Aquel sonido se acompasaba con sus pasos. Llevaban trapos negros atados alrededor de las cabezas y las puntas se movían hacia adelante y hacia atrás como si fueran colas. Podía verles todas las costillas; las uniones de sus miembros eran como nudos de una cuerda. Cada uno llevaba atado al cuello un collar de hierro, y estaban atados por una cadena cuyos eslabones colgaban entre ellos, con un rítmico sonido. Otro estampido de la roca me hizo pensar de pronto en aquel barco de guerra que había visto dispa­rar contra la tierra firme. Era el mismo tipo de sonido ominoso, pero aquellos hombres no podían, ni aunque se forzara la imaginación, ser llamados enemigos. Eran considerados como criminales, y la ley ultrajada, como las bombas que estallaban, les había llegado del mar cual otro misterio igualmente incomprensible. Sus pechos delgados jadeaban al unísono. Se estremecían las aletas violentamente dilatadas de sus narices. Los ojos con­templaban impávidamente la colina. Pasaron a seis pulgadas de donde yo estaba sin dirigirme siquiera una mirada, con la más completa y mortal indiferencia de salvajes infelices.

Detrás de aquella materia prima, un negro amasado, el producto de las nuevas fuerzas en acción, vagaba con desaliento, llevando en la mano un fusil. Llevaba una chaqueta de uniforme a la que le faltaba un botón, y al ver a un hombre blanco en el camino, se llevo con toda rapidez el fusil al hombro. Era un acto de simple prudencia; los hombres blancos eran tan parecidos a cierta distancia que el no podía decir quien era yo. Se tranquilizó pronto y con una sonrisa vil, y una mirada a sus hombres, pareció hacerme partícipe de su confianza exaltada. Después de todo, también yo era una parte de la gran causa, de aquellos elevados y justos procedimientos.

En lugar de seguir subiendo, me volví y bajé a la izquierda. Me proponía dejar que aquella cuerda de criminales desapareciera de mi vista antes de que llegara yo a la cima de la colina. Ya saben que no me caracterizo por la delicadeza; he tenido que combatir y se defenderme. He tenido que resistir y algunas veces ata­car (lo que es otra forma de resistencia) sin tener en cuenta el valor exacto, en concordancia con las exigen­cias del modo de vida que me ha sido propio. He visto el demonio de la violencia, el demonio de la codicia, el demonio del deseo ardiente, pero, ¡por todas las estrellas!, aquellos eran unos demonios fuertes y lozanos de ojos enrojecidos que cazaban y conducían a los hom­bres, sí, a los hombres, repito.

Pero mientras permanecía de pie en el borde de la colina, presentí que a la luz deslumbrante del sol de aquel país me llegaría a acostumbrar al demonio blando y pretencioso de mirada apagada y locura rapaz y despiadada. Hasta dónde podía llegar su insidia sólo lo iba a descubrir varios meses después y a unas mil millas río adentro. Por un instan­te quede amedrentado, como si hubiese oído una adver­tencia. Al fin, descendí la colina, oblicuamente, hacia la arboleda que había visto.­

El corazón de las tinieblas

Joseph Conrad

Había un aire de locura en aquella actividad; su contemplación producía una impresión de broma lúgubre


Navegábamos a lo largo de la costa, nos deteníamos, desembarcábamos soldados, continuábamos, desembarcábamos empleados de aduana para recaudar impuestos en algo que parecía un páramo olvidado por Dios, con una casucha con lámina y un asta podrida so­bre ella; desembarcábamos aun más soldados, para cui­dar de los empleados de aduana, supongo. Algunos, por lo que oí decir, se ahogaban en el rompiente, pero, fue­ra o no cierto, nadie parecía preocuparse demasiado. Eran arrojados a su destino y nosotros continuábamos nuestra marcha. La costa parecía ser la misma cada día, como si no nos hubiésemos movido; sin embargo, deja­mos atrás diversos lugares, centros comerciales con nom­bres como Gran Bassam, Little Popo; nombres que parecían pertenecer a alguna sórdida farsa representada ante un telón siniestro. Mi ociosidad de pasajero, mi aislamiento entre todos aquellos hombres con quienes nada tenia en común, el mar lánguido y aceitoso, la oscuridad uniforme de la costa, parecían mantenerme al margen de la verdad de las cosas, en el estupor de una penosa e indiferente desilusión…

Durante algún tiempo pude sentir que pertenecía aún a un mundo de hechos naturales, pero esta creencia no duraría demasiado. Algo iba a encar­garse de destruirla. En una ocasión, me acuerdo muy bien, nos acercamos a un barco de guerra anclado en la costa. No había siquiera una cabaña, y sin embargo disparaba contra los matorrales. Según parece los fran­ceses libraban allí una de sus guerras. Su enseña flotaba con la flexibilidad de un trapo desgarrado. Las bocas de los largos cañones de seis pulgadas sobresalían de la parte inferior del casco… En la vacía inmen­sidad de la tierra, el cielo y el agua, aquella nave dis­paraba contra el continente…

Nada podría ocurrir. Había un aire de locura en aquella actividad; su contemplación producía una impresión de broma lúgubre. Y esa impresión no desapareció cuando alguien de a bordo me aseguró con toda seriedad que allí había un cam­pamento de aborígenes -¡los llamaba enemigos!-, oculto en algún lugar fuera de nuestra vista.

Hicimos escala en algunos otros lugares de nombres grotescos, donde la alegre danza de la muerte y el comercio con­tinuaba desenvolviéndose en una atmósfera tranquila y terrenal, como en una catacumba ardiente.

Al fin se abrió ante nosotros una amplia extensión de agua. Apareció una punta rocosa, montículos de tie­rra levantados en la orilla, casas sobre una colina, otras con techo metálico, entre las excavaciones o en un de­clive…

Pasé junto a un caldero que estaba tirado sobre la hierba, llegue a un sendero que conducía a la colina. El camino se desviaba ante las grandes piedras y ante unas vagonetas tiradas boca abajo con las ruedas al aire. Faltaba una de ellas. Parecía el caparazón de un animal extraño. Encontré piezas de maquinaria desmantelada, y una pila de rieles mohosos… A la derecha oí sonar un cuerno y vi correr a un grupo de negros. Una pesada y sorda detonación hizo estremecerse la tierra, una bocanada de humo salio de la roca; eso fue todo. Ningún cambio se advirtió en la superficie de la roca. Estaban construyendo un ferrocarril. Aquella roca no estaba en su ca­mino; sin embargo aquella voladura sin objeto era el único trabajo que se llevaba a cabo.

El corazón de las tinieblas

Joseph Conrad

Aparentes víctimas, aparentes verdugos

Mentir con la­ verdad, con todas las cartas sobre la mesa, como un acto de ilu­sionismo con las manos desnudas…

 

 

-Crímenes perfectos… Hay un libro con ese mismo título que yo consulté cuando trataba de establecer las analogías de la lógica con la investigación criminal. El libro pasaba revista a decenas de casos nunca resueltos. El más interesante, para lo que yo buscaba, era el de un medico, Howard Green, que llegó a la formulación para mi más precisa del problema. Quería ma­tar a su esposa y escribió un diario minucioso, verdaderamen­te científico, sobre todas las posibles ramificaciones adversas. No era difícil, concluía él, matarla de una manera en que la po­licía no pudiera culpar definitivamente a nadie. Proponía ca­torce formas diferentes, algunas realmente ingeniosas. Lo que era mucho más difícil era librarse a sí mismo para siempre de cualquier sospecha. El peligro principal para el criminal, soste­nía, no era la investigación que pudiera hacerse de los hechos hacia atrás -eso podía siempre solucionarse borrando o con­fundiendo rastros con una preparación suficiente del crimen ­sino las trampas sucesivas que podían tenderle hacia adelante. La verdad, escribió en términos casi matemáticos, es férreamente única: cualquier apartamiento de la verdad es siempre refutable. Él sabría en cada interrogatorio lo que había hecho y cada coartada en la que pensaba tenía inevitablemente un ele­mento de falsedad que con la suficiente paciencia podía ser puesto al descubierto. Ninguna de las alternativas que analiza lo convencen: hacerla matar por otro, simular un suicidio o un accidente, etc. Llega entonces a la conclusión de que debe pro­porcionarle a la policía otro culpable, uno que sea obvio e in­mediato y que cierre la investigación. El crimen perfecto, escri­be, no es el que queda sin resolver sino el que se resuelve con un culpable equivocado.

-¿Y la mata finalmente? 

 -Oh no, ella lo mata a él. Descubre una noche el diario, tie­nen una pelea terrible, ella se defiende con un cuchillo de coci­na y logra herirlo mortalmente. Al menos esto es lo que le cuenta al tribunal. El jurado, horrorizado por la lectura del dia­rio y las fotos de los hematomas de su cara, dictamina que el homicidio fue en defensa propia y la declara inocente. Es por ella en realidad que el crimen figura en el libro: muchos años después de muerta unos estudiantes de grafología demostraron que la letra en el cuaderno del doctor Green era una imitación casi perfecta, pero sin duda no pertenecía a él. Y descubrieron también este pequeño detalle fascinante: el hombre con el que se caso ella discretamente poco después era un copista de ilus­traciones y obras antiguas de arte. Me gustaría saber quien de los dos fue en todo caso el que redacto el diario: es una impostación magistral del estilo científico. Fueron increíblemente au­daces porque el diario, que se leyó durante el juicio, decía y re­velaba línea por línea lo que ellos habían hecho. Mentir con la­ verdad, con todas las cartas sobre la mesa, como un acto de ilu­sionismo con las manos desnudas…

 

Los crímenes de Oxford

Guillermo Martínez

Vivir de manera segura es peligroso

 

Breuer se detuvo detrás de Nietzsche y se apoyo en el res­paldo. Con los ojos cerrados, se balanceo hacia delante y hacia atrás, tal y como hacia su padre cuando rezaba, y poco a poco empezó a máscullar:

-Una vida sin Bertha…, una vida como un dibujo sin colo­res…, compás…, balanza…, lápida…, todo decidido, ahora y para siempre… yo estaré aquí, me encontrará aquí, ¡siempre! Aquí, en este lugar, con este maletín médico, con la misma ropa, con esta cara que día tras día se volverá más sombría y más enjuta. – Tragó aire con fuerza y se sentó. Se sentía menos agitado-. ¡La vida sin Bertha! ¿Qué más? Soy un hombre de ciencia, pero la ciencia no tiene color. Uno solo debería trabajar con la ciencia, no vivir con ella. Yo necesito magia… y pasión… No se puede vivir sin magia. Esto es lo que significa Bertha: pasión y magia. Una vida sin pa­sión… ¿Quién puede llevar una vida así? -Abrió los ojos-. ¿Puede usted? ¿Puede alguien?

-Haga el favor de deshollinar eso de la pasión y la vida -dijo Nietzsche.

-Una de mis pacientes es comadrona -prosiguió Breuer-. Es una mujer vieja y arrugada y está sola. Además, está mal del corazón. Pero todavía le queda la pasión de vivir. Una vez le pregunté cuál era la razón de su pasión. Me dijo que era el mo­mento que transcurre entre izar a un silencioso recién nacido y darle el azote de la vida. Me dijo que se sentía rejuvenecida al sumergirse en ese instante de misterio, ese instante que separa la existencia de la inconsciencia.

-¿Y usted, Josef?

-¡Yo soy como esa partera! Quiero estar cerca del miste­rio. Mi pasión por Bertha no es natural (es sobrenatural, lo sé), pero necesito la magia. No puedo vivir en blanco y negro.

– Todos necesitamos pasión, Josef -dijo Nietzsche-. La pasión dionisiaca es la vida. Pero ¿es preciso que la pasión sea mágica y degradante? ¿No es posible hallar el camino para do­minar la pasión? Permítame que le hable de un monje budista a quien conocí el año pasado en la Engadina. Lleva una vida austera. Medita la mitad del tiempo que está despierto y se pasa semanas enteras sin intercambiar una palabra con nadie. Su alimentación es frugal: una sola comida al día, cualquier cosa que encuentre, a veces tan solo una manzana. Pero medita acerca de esa manzana hasta que la ve de un rojo vivo, suculenta y llena de frescura. Al finalizar el día espera con pasión la comida. Ello quiere decir, Josef, que no tiene que renunciar a la pasión. Pero hay que cambiar las condiciones de esa pasión. -Breuer asin­tió-. Continúe -lo instó Nietzsche-. Siga deshollinando so­bre Bertha, sobre lo que ella significa para usted.

Breuer cerró los ojos.

-Me veo corriendo a su lado. Estamos escapando. Bertha significa escapar, ¡una huida peligrosa!

-¿En qué sentido?

-Bertha significa peligro. Antes de conocerla yo vivía de acuerdo con las normas. Hoy coqueteo con los límites de esas normas. Quizás era esto lo que la comadrona quería decir. Pien­so en hacer estallar mi vida, en sacrificar mi carrera, en ser adúl­tero, en perder a mi familia, en emigrar, en empezar una nueva vida con Bertha. -Breuer se golpeó la cabeza con la mano-. ¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Sé que nunca lo haré!

-Pero ¿hay una atracción que lo empuja de modo peli­groso hacia el borde?

-¿Una atracción? No lo sé. No puedo responder a eso. ¡No me gusta el peligro! Si hay atracción, no hay peligro. Creo que lo que me atrae es la huida, no del peligro, sino de la segu­ridad. ¡Quizás haya vivido demasiado seguro!

-Puede que vivir de manera segura sea peligroso. Peli­groso y mortal.

-Vivir de manera segura es peligroso. -Breuer masculló las palabras para sí mismo varias veces-. Vivir de manera se­gura es peligroso. Vivir de manera segura es peligroso. Una idea fuerte y convincente, Friedrich. De modo que ese es el significado de Bertha: ¡escapar de la vida peligrosamente mor­tal! ¿Es Bertha mi deseo de libertad, mi huida de la trampa del tiempo?

 

El día que Nietzsche lloró

Irvin D. Yalom